Comentario
El gran desarrollo artístico, político y social que experimenta Granada en el siglo XVI, la reconstrucción o adaptación de la ciudad musulmana a cristiana, la dotación de obras y edificios al servicio del nuevo poder y doctrina, hacen del período uno de los más interesantes en nuestra práctica artística por la peculiaridad de sus métodos y formas. En este siglo van a desarrollarse lo que podemos denominar tres estilos, cada uno con un claro mestizaje de elementos y repertorios. En efecto, salvo contadas ocasiones donde el diseño se origina en esquemas de pureza arquitectónica (Palacio de Carlos V, fachada de la Chancillería, etcétera), en general la tradición gremial y la experiencia de diseños claramente aquilatados, de demostrada eficacia, producirán maridaje entre el gótico, renacimiento y mudéjar en los que patrocinio, función y nivel de prestigio, determinarán el porcentaje de unos y otros.
Por todo ello, el clasicismo y su evolución en el siglo XVI tenderán a la diversidad, extrayendo su funcionamiento de obras de tradición gótica y ejemplificando modos de hacer en producciones mudéjares que aseguran su presencia atendiendo a sus bajos costes productivos.
En el clasicismo -compleja realidad política, técnica e ideológica por lo menos habrá que considerar tres situaciones de cualidad distinta pero expresivas de la significación de la cultura artística de este siglo.
Un primer momento, todavía presente a finales de la segunda década del siglo XVI, hace del clasicismo un arte aristocrático que identifica las altas cualidades morales y políticas de una clase que ha ido progresivamente cediendo en sus privilegios, a medida que se culmina la institucionalización de la monarquía moderna, y ocupando los papeles sociales de una nobleza de servicio de perfiles progresivamente cortesanos que obtiene su poder gradualmente de su participación en los nuevos aparatos del Estado.
El clasicismo por sus virtualidades va a constituir un excelente discurso para identificar como clase a la nobleza y para describir su lugar en el Estado Moderno, más tarde identificará a la cabeza de éste y finalmente devendrá en lenguaje público por antonomasia. Lenguaje que en su plenitud de rasgos podría considerarse el más adecuado desde el punto de vista ético-político a las necesidades de esta clase social en las nuevas condiciones institucionales de la monarquía. El clasicismo es una cultura alegórica en cuanto su simbología se muestra con pretensiones universales, historicista al desarrollar temas de carácter histórico-sacral o arqueológico y moral porque, en última instancia, está destinada a imponer los valores de los nuevos poderes y de las clases políticamente dominantes (Ignacio Henares).
Con esta concepción aristocrática del clasicismo se comprende que el círculo cortesano que rodeará al emperador y encabezará las principales instancias políticas del Imperio, al tomar posesión de las fundaciones reales en nombre de su nuevo señor, cambie junto con la gestión del legado las significaciones y los signos imponiendo una nueva tradición que progresivamente va a ser la que identifique la imagen del poder imperial. Es, por tanto, como cambio en la tradición política de la monarquía la forma en que surge el renacimiento imperial; a la vez que es la consecuencia de un significativo trasvase de ideas y modelos políticos y culturales en virtud de los cuales la monarquía se va a identificar con la imagen que le prestan y eligen sus principales administradores. Por último, a partir de los años 40, sí es posible registrar la generalización del clasicismo así como su influencia en el arte religioso y en el ámbito urbano de los grandes programas. Habría que recordar las obras emprendidas por el arzobispo Guerrero dentro y fuera de la ciudad. Un espíritu de reforma religiosa que va a transmitir desde el momento imperial al reinado de Felipe II y hasta el barroco una tradición formal clasicista, plena de prestigio moral y simbólico.